sábado, 27 de abril de 2013

El beso de Dios

Deambulando por la ciudad vieja. Debo llevar dos o tres vueltas sobre la periferia.

Eso pasa cuando no tienes rumbo, naturalmente, solo andas y ya, hasta que el tiempo se acabe o hasta que el cuerpo se olvide del pensar.

Se me aparece el diablo, con una sonrisa pícara, en una de aquellas caminatas donde el sofocación de la mañana ha muerto, donde el atardecer colorea la ciudad para darle luto al día.

El Diablo me presenta a Dios en sus manos.

Yo acepto conocerlo.

El diablo se ríe.

Aparece Dios.

Quiero ir al cielo, o por lo menos, pasar un rato. -¿Cuál es tu bulla? -¿Qué es lo que hay?

Visité.

No fue nada del otro mundo.

No puedo manejar la mano de Dios que me cachetea con fuerza a medida que mi deseo por conocer su indulgencia, aquella de la que tanto hablan y de la que afirman que, incluso, cura. Sólo me hace más lento y hablador, hablador pero conmigo mismo. Aún no encuentro al sujeto.

No veo, ni siento indulgencia, salvo una escala temporal, brincos en el trayecto de regreso a la casa. Totalmente distinto al espiral descendente que conformaba el camino cuando iba con la mano de Dios en el bolsillo de mi camisa.

No siento el perdón.

No siento la calma.

El Diablo debe estar decepcionado, seguramente habrán otros.

A Dios le debe dar igual, uno menos, mejor para él.

Prefiero la realidad.

Y, ¿por qué no?, el alcohol, muy a pesar del arrepentimiento que puedas sentir al día siguiente por las acciones ebrias. 

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