domingo, 6 de diciembre de 2009

Un chino

Sí, sí, sí, y un millón de veces sí; que los chinos son miles de millones, de que su población masculina es unos puntos porcentuales mayor que la femenina, y que equivale a otros cientos de millones, que en el área rural no se puede tener más de un hijo, y de hacerlo serás multado con algunos cientos de miles de yenes; que los chinos son todos igualitos, y que a veces puedes confundirte a simple vista con su fisonomía para definir su género. Imaginar toda esa cantidad de gente caminando, corriendo, o simplemente existiendo; marea. Me despierta en ocasiones un sentimiento de anonimato agradable, paso previo a reflexiones sobre las mismas masas chinas, millones de personas pensando en ellas mismas, en los demás, en lo que harán, en lo que hicieron, y otro poco menos, en lo que hacen. Me importa un carajo, me importa mucho, etcétera.

¿A qué viene lo anterior? Al propósito de una conversación que tenía con unos amigos, sobre los chinos, política y la sensación que nos da de que la vida de los mismos en su región vale tanto como la hormiga sinvergüenza que acabo de pisar con el pulgar mientras intentaba robarme los restos del chocolate de anoche que están por el teclado. Así, el valor de nosotros por acá, en estas regiones donde buscamos en compañía del diablo el lugar donde dejó las chancletas, sería un poco más que la hormiga bandida que acaba de morir, por lo que sería algo entre garrapatas y comejenes. Ahora, lo de "me importa un carajo", es por lo de ese valor y comparaciones, entre otras vainas. Todas las vidas tienen el mismo valor: el que podamos pagar para finiquitarlas o darles sentido, de acuerdo a los significados que conformen nuestras creencias. A veces se nos podría olvidar que es tan frágil que...

En fin.

Me acordé del preescolar, estando recién llegado a Cartagena, eran los tiempos en los que todos nos conocíamos, y actuábamos bajo la inmunidad que sólo la infancia confiere: indulgencia absoluta. Me acuerdo que -si no me distraigo tanto con las hormigas que intentan picarme los dedos y las conversaciones que se dan afuera de este cuarto- en el colegio había una piscina que miraba todos los días a través de la ventana del salón en el que estaba, hasta que un día no aguanté más de sentirme tentado por los niños del curso superior que se bañaban todos los viernes tan felices ellos, que intenté tirarme con un perro callejero que pasaba acostado en la terraza del colegio, pero zas! Me agarraron en el clavado, pero "el basti", sí cayó dentro del agua. El basti era el perro callejero que me seguía a casi todos lados dentro del colegio, hasta cuando lo echaban a escobazos. Ese día me cambiaron del puesto de la ventana, para que no me sintiera más probocado por esas aguas color verdosas, llenas de mitos y orines de los de preescolar.

Me sentaron al lado de Vanessa, ella era una niña que siempre se sacaba los mocos y con el dedo índice me ofrecía diciéndome "toma", pero yo aplicaba lo que me decían mis abuelos: "no le aceptes nada a extraños, usted diga: no, gracias", ella me respondía algo como "bueno", y se los comía o los pegaba en la pared, la parte de abajo del pupitre, si llegaban a descubrirla. Por el otro lado, tenía a otra niña que nunca me hablaba, me ignoraba de hecho, y creo que se debía a que ella sabía que le gustaba, bueno, no lo niego, me gustaba bastante. Le dio rabia una vez que le dibujé un sol con monicongos y demás en el cuaderno ese ferrocarril, donde se suponía que uno mejorara la escritura. Sí, sí, le dio bastante rabia porque al día siguiente llegó la mamá con el cuadernito ese, que tenía incluso hasta un pulpo pintado, un pulpo con poderes y la cosa que yo hice. Total que a la niña llorando, la pasaron para mi puesto favorito, al lado de la ventana, y diagonal estaba Natalia, si mal no recuerdo, al menos una conocida, ah, y del otro lado estaba la gentil Vanessa que me ofrecía en ocasiones jugos y cosas por el estilo, además de sus mocos con sabor a gaseosa de uva.

Así, pasaron los días de clase, tan entretenidos y tan extraños por todo lo nuevo que a veces creía que tanta información me haría crecer el cerebro, y por ende, la cabeza, de manera tan desproporcionada que no podría con ella. Me gustaba estar en la casa de mi abuela porque había tanto monte ahí, que a veces aparecían ardillas, culebras, armadillos, boas y hasta murciélagos que no llegaba a entender cómo no le gustaban a los amigos y vecinos de por ahí, esas alegrías y satisfacciones efímeras de deleitarse con todo lo que te aparecía de manera repentina, de sorpresa; como la vez en que llegó Pepe, un cachorrito que me levantó un día común y corriente, pero que terminó convirtiéndose en una fiera malgeniada, que solo a pocos no nos gruñía.

De esa manera, llegó un chino al colegio. Sí, casualmente en el lugar opuesto al que se encontraba la amable Vanessa, y por donde se sentaron Margarita, Reynaldo, Luisa y otros que huyeron por el calor que hacía en esa parte del salón, sin contar "pequeñas diferencias" como las de aquella niña que me gustaba y que no me acuerdo cómo se llamaba.

No tengo tampoco la menor idea de cómo se llamaba el chino aquél, y si era chino en realidad, ya que el calificativo que tiene todo aquél que escribe de la manera que, bueno, todos sabemos, "esos símbolos", con ojos rasgados y pelo liso. Podría ser incluso japonés, filipino o malayo, pero no, era chino. También estadounidense, francés o lo que fuera, de ascendencia asiática o de esos rasgos, pero no, era chino. Me importaba poco de dónde fuera en ese tiempo. Tal vez lo que más me importaba era que nos entendiéramos, ya que no comprendía ni mierda lo que decía, yo le contestaba en castellano y Vanessa le daba la bienvenida a su manera. El aceptó la ofrenda de Vanessa, y agachó la cabeza haciendo una cantidad de sonidos ininteligibles, y no le contestamos nada, sonreímos, y él volteó al tablero. Al rato, cayó rendido en el pupitre, durmiendo y hasta roncando, no me explicaba cómo él podía emitir una cantidad de sonidos que no comprendíamos y luego dormirse a cada rato en clases sin recibir ninguna amonestación, regaño, o como por lo menos hicieron conmigo: trasladarme de mi puesto predilecto en la ventana, con la brisa, los cangrejos, el basti, y otras vainas, bajo la excusa que me distraían mucho.

Reynaldo, fue el que estalló y le dijo a la profesora: "Seño', el niño de aquí se pasa durmiendo, digo, se durmió seño, véalo ve". Claro, no faltó tampoco el carbonero, es decir, yo: "y por qué él sí puede dormir, y yo no!?". Todas esas denuncias fueron silenciadas con un: "niños, es que su compañerito viene de muy lejos y para llegar allá son como dos días". Ya con eso, era suficiente, para saber que eso estaba más lejos que la finca de mis abuelos, o de Mompós, de dónde yo venía, a medio día de distancia, y en tres medios de transporte distintos.

Con el paso de los días, el chino se convirtió en uno de mis amigos más cercanos, siempre llegaba temprano, y nunca se dormía. Me acuerdo las fructíferas conversaciones que tenía con él, en donde simplemente yo lo imitaba o vicecersa. La primera palabra que yo me acuerdo que dijo en castellano, fue para llamar al Basti, "oye, ese es el Basti, Baaaaaaasti, di", él repitió: "Baaaaaatiii", apareció de una el perro lleno de garrapatas, sarna y llagas, moviendo la cola y olfateándonos rápidamente con el fin de quitarnos algo de comer, antes de que el sonido de la escoba acechando lo espantara.

Me gustaban sus cuadernos, que tenían una cantidad de colores y hologramas que podían hacer que tus ojos estallaran, incluso, en las mañanas, nos recibía a mí y a Vanessa con vasitos de gelatina donde aparecían pulpos, árboles y fruticas muertas de la risa, y con una cantidad de rayas y curvas, que luego comprendería que eran las letras de su idioma. Vanessa ya no me recibía con mocos, sino que los intercambiaba con el chino por esos vasitos de gelatina, que tenían su propia técnica para engullirlos.

Por cosas de Vishnu, el preescolar acabó y pasamos a primaria, donde no lo vi más, hasta que, cuatro años después, yo jugaba en una escuela de fútbol, y sería defensa, mientras me ponía los guayos, apareció otro muchacho con el bolso lleno, como el chino, de las gelatinitas aquellas, que empezó a ponerse unos guayos como yo, solo que, más pequeños, mientras los míos decían "Guayigol" los de él decían otra cantidad de cosas que al parecer era "chino", me levanté, y el chino también, me abrazó y luego se apartó un poco, bajó la cabeza y dijo una cantidad de cosas en su lengua. Aunque igualmente no le entendí mucho y le hablé en castellano, como siempre, sabía que ese era mi amigo, el de las gelatinas, que traían fruticas adentro, y que se entendió conmigo a pesar de que nunca le oí castellano, salvo lo que balbuceaba que había aprendido con nosotros, entre otras cosas. La diferencia no sería mucha, cuatro años después, me regaló la bolsa de gelatinas de imágenes explosivas que traía consigo, no hablaba más que antes el castellano, y era malísimo jugando fútbol, mucho más que yo.

Veinte o quince años después vería al fin las gelatinas distribuídas acá de manera legal, y con nombres en inglés de los sabores, a diferencia del chino, quién desde el día que nos encontramos en la cancha, no he visto más.