domingo, 17 de febrero de 2013

Rasgar

Desde que me vine a vivir con mi mamá me he encargado de las labores hogareñas. Desde su enfermedad. Hace casi un año. Hasta hace apenas un mes intercambio labores con una señora que viene a encargarse de ellas, eso significa más tiempo de silencio para mí.

Sigo sin trabajo, voy para un mes deambulando en miserias de empleos miserablemente pagos, con algunos ahorros ínfimos solvento algunos gastos básicos que no pueden pasarse por alto dentro de la vida de alguien que piensa en destruirse más rápido de lo que la vida misma acaba. Sí, suena a veces a desperdicio pero sin placer no hay tiempo. Es lo que a veces pienso.

En ocasiones se me ocurre hacer un diario, escribir cada cosa que me parezca interesante, interesante que me haya sucedido. De vez en cuando lo considero, pero bien, como muchos, tengo un Blog insípido.

Deben estarle pasando muchas cosas fantásticas a la gente allá afuera, detenerse en un solo ser cuya redacción no es muy buena parece ser una manera poco agradable de perder el tiempo.

No sé porqué se me ocurren introducciones a algo tan mínimo pero a la vez tan común que narraré del modo más breve.

Creo que fue a eso de las cinco y media de la mañana de hoy. Luego de haber venido de horas de habladuría y bebidas con amigos con los que había jugado la mañana de ayer (por lo que estaba sucio, mugroso y cansado), unos veinte minutos después de haberme bañado, organizado la ropa y tal, caí en la cama como peso muerto. No recuerdo haber visto el reloj despertador antes de caer en cuenta que no estaba borracho y que sólo era cansancio lo que me atrapaba en la cama; tampoco recuerdo pensar mucho ni hacer cálculos de tiempo, por lo que quizá estaría boca abajo despierto, no sé, unos diez o veinte minutos (?) antes de cerrar los ojos hasta que volviera a salir el sol, no obstante, el acto fue interrumpido por tremendos alaridos, chillidos y gritos que provenían de algún lado fuera del cuarto. Por un momento creí que se trataba del radio que se había activado con la alarma de las seis, o seis y media (sí, los desempleados también nos levantamos temprano esperanzados en que algo bueno pasará en el día, bueno al menos eso creo generalizando mi actuar para con los demás). Aturdido por el cansancio y el ron que no había acabado de reposar me levanté suavemente de la cama y esperé a que se volviera a repetir, salí del cuarto sigilosamente con la vaga idea de que mi cabeza no me estuviera jugando sucio con alguna alucinación auditiva, qué se yo, como cuando uno cree escuchar su nombre a lo lejos pronunciado por alguna voz familiar para al final darse cuenta que es sólo la imaginación, o en el peor de los casos fuera cierta la llamada de aquella persona conocida y la ignoráramos por estar acostumbrado a estos juegos de la mente. Con aquella intermitente expectativa iba suavemente a la puerta de la casa por entre las pocas sombras que quedaban a esas horas de la mañana -noche aún para mí, y vuelven a escucharse esos gritos horrendos, no había espacio para vacilaciones: era cierto, algo pasaba fuera de la casa.

Salí a las escaleras (pues vivo con mi mamá en un pequeño edificio y su apartamento está en el segundo piso) con lo que tenía puesto para dormir y escuché unos pasos que venían del tercer o cuarto piso y bajaban: dos mujeres y un hombre alcancé a identificar a juzgar por los tonos. Regresé a la casa, cerré la puerta y corrí mientras que escuchaba sólo en mis recuerdos el sonido metálico de una motosierra, algo cortante, irremediable, distorsionado, como ciertos acordes de guitara; no sé porqué se me vinieron a la mente esos sonidos pero estaba seguro de lo que venía a hacer a la casa nuevamente.

Ya en el cuarto, me puse una pantaloneta y cogí el cuchillo que guardo debajo del colchón que guardo allí desde que comencé a tener esas pesadillas en donde venían a matarme sin razón aparente (no fueron muchos los días de pesadillas, pero creo que es un hábito heredado de mi abuelo, o mi tío Raymundo a quien en dos ocasiones intentaron matarlo por líos que aún no sé si es que ha sido por una buena explicación de su parte o tal vez es que no le he entendido). El cuchilló lo aseguré con el elástico de la cintura y regresaba con la misma prisa al área de las escaleras cuando me tropecé en el pasillo de los cuartos con mi hermano (quien esporádicamente duerme aquí) y más adelante con mi mamá desnuda y acababa de levantarse brincando de la cama a ver la situación y no le importó siquiera vestirse para salir, "¡es una persona la que está en peligro, mijo!" me contestó cuando le recomendé que se pusiera algo mientras la adelanté en el paso a las escaleras. "Tráeme la sábana, esa de secar toalla, blanca", porque es así como suele hablar mi mamá. Me desespera, porque es poco clara, ya no le contesto ni pregunto a lo que se refiere por aquello de la tolerancia y porque puedo ser golpeado con sus palabras y sus relampagueantes insultos, igualmente motivados por mi aparente ineficiencia en dichos momentos. Volví a entrar y deduciendo durante los tres o cinco pasos en velocidad que alcanzan la longitud de mis piernas, que se trataba de "cualquier manta o tejido que sirviera para taparle su cuerpo", tomé una sábana que vi en el sofá de la sala y cuando regresaba al pabellón de los apartamentos pensé o dije -no estoy seguro cuál de las dos por el ron en la cabeza, "no volverá a pasar".

Y es que yo me había dicho a mí mismo que no me metería más en una situación de esas por inconvenientes en el pasado donde siempre terminaba yo como el más perjudicado, como he contado otras veces no sólo aquí. Fue el chillido de "¡suéltala Leandro!" y el "¡Natalia, deja de gritarle para que se vaya de una vez!" -alaridos que recuerdo o por lo menos llegué a entender-, los que me hicieron salir en busca de una tragedia.

Luego de traspasar la puerta, adelantar a mi mamá y durante aquello hacer el gesto de taparla con la sábana que rechazó con el gesto para seguir andando encuera por el edificio, me di cuenta que la escena se estaba trasladando al primer piso puesto que una joven -que minutos después me enteraría que se llamaba Natalia y era mi vecina, a quien, en los tres meses que llevo viviendo aquí, no recuerdo haber visto antes, pero que supongo que sería una de esas cosas que vienen con las sociedades donde la individualidad del sujeto es lo que prima sobre cualquier otro aspecto- se hallaba bajando las escaleras a gateo.

"¡Que tú eres un hombre y  ella es una mujer!" recuerdo que decía la otra voz que gritaba mientras buscaba el lugar de dónde se emitía; mientras tanto, Natalia se encontraba casi en el reposo de las escaleras que daban al primer piso, con la cabeza mirando al suelo era imposible verle el rostro y examinarla desde lejos. "¡Métela a su casa! ¡Rápido!" me gritó mi mamá, para no molestarla ni siquiera le repliqué que no tenía ni la más mínima idea de dónde vivía, o si acaso vivía en el edificio. Lo que hice fue bajar de dos pasos ocho escalones hacia donde ella estaba, agacharme y levantarle el rostro con mis dedos desde el mentón y examinarle el rostro, lo tenía hinchado hacia un lado o tal vez fue mi percepción ya que tenía la cara inclinada hacia uno de los hombros mientras lloraba y gritaba. A la vez, mi mamá preguntaba, dando gritos, por una niña, de la cual tampoco tengo idea. Sólo unos segundos duró esto cuando me decidí por cargarla del modo en que mejor se me ocurrió: por los brazos, la traje a la sala y regresé corriendo a las escaleras corriendo con aquél sonido estridente entre bajo y agudo en mi mente.

Subí dos pisos a revisar lo que sea que fuere: vestigios de un ataque, otras personas, no sé, en resumidas cuentas: explicaciones. Arriba sólo encontré los restos de lo que era un celular de alta gama. Bajé los tres pisos a la entrada del edificio y encontré en el umbral a un tipo corpulento, de tal vez 1,80 sosteniéndose con un brazo a la pared que daba con las escaleras para los apartamentos, lo miré, pero no fue capaz de verme a los ojos, se veía de quizá unos cuarenta años, y se notaba cansado. No le dije nada, como si se me hubiera ocurrido algo sensato en esos momentos por decirle, así que segundos más tarde seguí rápidamente a la puerta del edificio y mientras me preguntaba el cómo habría podido acceder ya la reja de la entrada principal estaba abierta y venían dos agentes entrando: un hombre y una mujer, ambos con sus manos derechas sobre las armas de dotación respectivamente. Los saludé de "buenas noches" aunque el sola ya estuviera cortando ojos, se me adelantaron y yo seguí hacia el camino que conduce a la puerta de hierro: no vi a nadie más que pudiera representar un peligro.

Al regresar al edificio y al área para subir a los apartamentos estaba el mismo tipo siendo interrogado por la policía, y éste sólo respondía: "un celular, mi celular, se partió, pero ella no me lo quería dar, el de ella, eso fue todo". No era muy claro, pero a medida que voy subiendo las escaleras para finalmente regresar para dormir mis seis horas, escucho que el agente le pregunta: "¿tiene salvoconducto para ese arma?". No había caído en cuenta de la importancia de ésta pregunta sino hasta hace poco, al levantarme.

Cuando me encuentro en la puerta de la casa, ésta está trabada con todos los cerrojos y mientras timbro me gritan desde adentro "espere, espere", mas no logro identificar la voz. Mi hermano me abre y la escena parece algo íntima, la vecina y otra muchacha que jamás había visto tampoco hablando con mi mamá sobre lo sucedido, los detalles. Caminando despacio, calmado, hacia el cuarto escucho "mira, mijo, ésta era la que te decía -mi mamá haciendo referencia a su bata de baño que tenía puesta y que nunca había visto-; tráele a la señora la cosa esa que echa brisa, aire", por lo que sigo hacia la habitación y saco el ventilador, pues creo que era a eso lo que se refería, "gracias y tráele ahora agua", agregaba mi mamá.

Al acostarme nuevamente escucho toda la conversación, no me deja dormir aquél tono de voz. Al menos ya aquél sonido de ropa que se rasga no deambulaba por mi mente. Ella había terminado con él y éste se negaba a aceptar su decisión, por lo que con una copia de la reja del edificio irrumpió aquí y con una tarjeta había abierto la puerta de su apartamento para quitarle su teléfono celular y destruirlo contra la pared del pasillo, razón por la cual ella le gritó un "estúpido, animal" que seguramente se oyó por todos los pisos del conjunto y a nadie levantó salvo a nosotros. Los calificativos que usó Natalia hicieron que a Leandro se le diera por ahorcarla contra la pared del pasillo de la casa de su amor hasta dejarla morada y no bastaron los gritos y golpes de la amiga con la que estaba pasando el rato Natalia, para calmarlo. "¡Suéltala Leandro!" me levantó e hizo que me pusiera en pie de un brinco para salir. "Nunca se había portado así -agregaba Natalia-. Me mandó toda la noche y la madrugada mensajes de texto donde me amenazaba, que iba a matar a la supuesta persona con la que yo estaba y que luego me iba a matar a mí. Que le fuera sincera -decía entre sollozos y gemidos muy altos-". Ahí fue que recordé lo del arma, había venido para matarla y quién sabe qué o quién le habría impedido lograr su cometido. Probablemente haya sido la llamada de la amiga de Natalia a la policía, o un arrepentimiento en último momento, no lo sé. "Jamás se había puesto así, creo que estaba armado -agregaba una Natalia más calmada-. Yo sólo le había terminado porque me había dado cuenta que no me convenía, no tiene profesión, no hace nada, tiene treinta años y es un consentido de sus papás que tienen mucho dinero; son dueños de hoteles, tiendas, carnicerías y almacenes; eso no me parece un buen ejemplo para mi hijo. Sólo le terminé por eso". El timbre sonó y era la policía, lo sabía por las voces de los agentes, guardé el cuchillo otra vez debajo del colchón. Salí a la sala y vi que mi hermano les estaba preparando unas infusiones con las yerbas que tiene sembradas en la jardinera del balcón, las dos mujeres lloraban: una por el ataque y la otra por su amiga. "Nosotras quisimos huir, pero él nos perseguía -agregó la visita de la vecina-, aún así, los llamé -refiriéndose a los dos agentes que ya estaban dentro de la casa-". Siéntense -les dijo mi mamá, "¿dónde está el señor aquél?, que lo va a denunciar la niña. Por cierto, ¿dónde está tu niño?" "Está durmiendo -respondió Natalia". "El señor está allí sentado, en las escaleras -respondió también el policía mientras lo miraba desde la sala-. Dice que usted le rayó el carro y que por eso vino a reclamarle". En ese momento me asomé a ver al sujeto, que estaba custodiado por otros policías que habían llegado, allí, en las escaleras. Tenía cara de ira y cansancio, no parecía de treinta años como decía la vecina, siempre me pareció de más edad, me miró y pude sentir el odio por su mirada, a la vez que su incomprensión de la situación. Allí, me vine a acostar, deseando que las cosas fueran a mejor debido a que la policía ya tenía las manos en el asunto y podía dormir seguro.

Hoy 17 de febrero es el cumpleaños de mi mamá, no lo había olvidado, de lo contrario, estaría durmiendo en otro sitio. Sólo he dormido cuatro horas, pero me siento repuesto.

Comienza a llegar la gente a felicitar a mi mamá. "Ábrele a tu tío Ricardo, que vino con tu abuela -me pide mi mamá". Al bajar, en toda la puerta, me doy cuenta que no ha llegado nadie. Del andén se ve una muchacha que baja de una camioneta con un niño, es Natalia con su hijo, y el de la camioneta es Leandro, que la despide con una sonrisa, que en nada se parece a la expresión de su rostro madrugado. Abro la reja para que Natalia con su niño pasen, me saluda con un "buenas" mirando al suelo, no da la cara, aunque tampoco lo espero y bueno, más atrás viene Ricardo con mi abuela, entra mi abuela y atrás Ricardo y me saluda con una sonrisa amplia y un "traje la cerveza" y así, parece que será una buena reunión.