jueves, 29 de marzo de 2012

Me acuerdo de Juana

Juana. Fue el primero que se me ocurrió, frente a Petrona, Candelaria, Casimira y otros aparentemente en desuso, puesto que los de moda, por estos días son Isabela, Valentina y no recuerdo qué otros cuya terminación es "i" o "is" (tales como Meidys, Madis, Leidis, Yurani, etc.).

Juana fue simplemente el nombre que decidí utilizar aunque no fuera el suyo real. Dicho sea de paso, no recuerdo su nombre verdadero.

Nos conocimos en el 2005 y no nos hemos vuelto a ver desde el mismo año.

Hoy, aún, a la fecha: 29 de marzo de 2012 la busco y escudriño con mi vista de rinoceronte por si está entre la masa; siempre en vano.

Intento encontrar la figura sin garbo, flaca, alta, peliroja, pecosa, trigueña, ojos castaños, risa estridente y sonrisa tímida que la conforman. Siempre en vano.

Así como llegó, así se fue. A veces creo que fue un truco de mi imaginación, que fue un recuerdo sugestionado por mí mismo de una fantasía que tuve, que nunca existió ese ser corpóreo más allá de mi mente. Pero, de ser así, no tuviera lo único que me ha dejado para recordarla más allá de lo que me acuerde: una manilla.

Porque recuerdos siempre hay, y muchos, generalmente acompañados de nostalgia y emoción, siempre intensos. Es el recuerdo de una relación que estalló como cualquier materia combustible hasta consumirse cual fulminante que encandila más por su luminosidad que por su calor.

Y, es que todo con ella fue así: rápido, fugaz, afanoso.

Así nos conocimos, le puse Juana porque ya la había visto por la Universidad de Bellas Artes con una tabla de dibujo y tenía que identificarla de alguna manera. Solo pasaba por esa calle para verla y si al fin, me atrevía a hablarle. Todos los días era la misma rutina. De ese modo, un mes. No había conocido tal timidez hasta entonces. Hasta que un viernes, nos cruzamos y en una de esas miradas de perra rabiosa e inquieta, penetrante me dijo: ¡cuidao que pisas la mierda de caballo que tienes al frente! Sonreí como imbécil y sin decir una palabra ya la había pisado, por lo que tuve que sentarme y buscar conversación con la Juana. Nos presentamos y al rato ya estábamos hablando compulsivamente hasta de las tonalidades de la mierda y las pendejadas que pintaba, incluyendo mis comentarios más idiotas. Eso fue como encontrar un amigo que no veías hace mucho con el que compartías o tenías muchas cosas en común. Política, Dios, sociedad, música, filosofía, el mundo, tonterías al fin y al cabo. Arreglábamos, armámabamos y desarmábamos el mundo con cada palabra, matábamos gente, resucitábamos otra. Pocas veces he perdido la voz de tanto hablar en un mismo día.

Al día siguiente, y al siguiente, y después de ese, y el que viene, y con el que pasó, luego el que le continuaba; y así, pasaban los días y semanas, hablando y hablando, jamás nos despegábamos de algo que nació a partir de quién sabe qué, además de una pisada de mierda de caballo cochero. Simplemente estimulante como cualquier droga. Así era.

Nunca conocí su casa, su mal genio, su silencio, su orden, sus ideas coherentes, su cansancio, su quietud, su nombre. Nada de eso. Todo fue como un relámpago de rareza en medio del clima decembrino, donde nunca llueve por estas latitudes a menos que algún tipo de fenómeno (como ella) se atreva a perturbar-nos.

Nunca supe nada de ella, a decir verdad, jamás me atreví a decir que la conocí aunque siempre quise hacerlo.

Nunca supe para donde cogió.

Simplemente no la vi más y siempre me pregunté qué pasó además de la intensidad de nuestros encuentros.

A lo mejor fue eso: tan intenso que era una bomba de tiempo: la extinguió mi universo conocido y el de todos mis conocidos. Tal vez estaba aquella relación a ahogarse en la inmensidad del espacio. Ella: estudiante de artes plásticas, amante de vivir del instante, y yo, espectador aprendiz y curioso como rata hambrienta (voyeurista).