UN VALDADO
Estos días, finales, me recuerdan a los primeros, de la universidad: tantas cosas, tantos cambios, que, por ponerle un nombre, abruptos, suena o se lee mejor que drásticos. Tanto que asumir, tanto por lo que responder, tanto por exigir, que el tiempo para asimilar y adaptarse es apenas estricto en relación con aquello que intentes ver más allá de lo que en realidad es; aunque muchas veces se trate de lo mismo, y el análisis suponga la búsqueda por una explicación más allá de lo sensato sobre la inmortalidad del cangrejo.
No hay tiempo para réplicas ni porqués. El bombardeo constante de información y sensaciones que intentan agudizarte es solo un espejismo con el que te distraes momentáneamente mientras que el Oasis está en otra dirección, o simplemente quédate allí. El asunto es que ese momento, a pesar lo contradictorio que parezca, se escapa de la medida del tiempo, es simplemente espacio; o no sé, probablemente sea algo característico de un momento cualquiera: lo indefinido. Lo estoy diciendo, no?
Regresando un poco a la tierra, y, lo siento, me dejé llevar con las disertaciones de aquella especie de introducción, basada en digresiones propias de quien escribe casi inmediatamente aquello que piensa, como un ejercicio egoista, solo me queda escribir la siguiente anécdota de un extraño sabor.
Y es que resulta, que en estos mismos días que intenté describir a boca de jarro con algo reminiscente, me he encontrado con una experiencia del pasado, digamos, una persona que constituyó toda una experiencia en sí de sensaciones, que demostraba lo poco que hay que pensar en múltiples oportunidades para apasionarse y sentir: sencillamente vivir, vivir como esclavo de nuestros impulsos y deseos... Sin arrepentimientos o tratando de evitarlos al máximo, de acuerdo a tus creencias... Solo por evadir nombrarla, le doy esos calificativos tan emotivos, y, sin dolor ni penas, suceden las cosas dejando a su pasa simple nostalgia del tiempo que no volverá, enmarcando lo único e irrepetible de cada instante.
No sé qué hacer con las digresiones, o si es cosa de simplemente dejarme llevar a hundir teclas.
No me di cuenta de que era ella si no es porque venía detallándola unos treinta metros atrás que se acortaban a medida que caminábamos frente a frente. Y, debo agregar que tenía mis dudas sobre su identidad, hasta que ella lanzó el primer beso en la mejilla de saludo. De lejos parecía la misma, de cerca, no tanto. Cinco años sin verla y una apariencia de cuarentona me hicieron dudar al principio. Imposible negarlo. Los veintiocho, o treinta que tienen parecían haber pasado hace mucho, y con eso, el pequeño de cuatro años que la acompañaba. Motivo instantáneo de miles de reflexiones por segundo, y de ésto que escribo y comparto, también podría ser motivo de tantas digresiones, aunque para muchos que me conocen, no es nada nuevo en mí [comenzar hablando de un tema y distraerme hablando de otro].
Es inevitable dejar de ver al niño, quien me observa con la misma mirada, como escudriñando más allá de lo que era, sino como preguntándose por él mismo -mira, él es Alberto, tiene cuatro años, mi hijo-, quedo impávido, frío, al saber la edad del pequeño, quien tampoco se inmuta por extender la mano a saludarme como se lo pedía la mamá. ¿¡Ajá?!, ¿y a ustedes dos qué les pasa, por qué no dicen algo?-exclama ella, ignorando la cantidad de cosas que me están sobrecalentando la cabeza, a plenos 32 ºC bajo la sombra, en la tarde de éste verano cartagenero, sofocante como siempre; tanto que ya sudo frío y la cara me ha cambiado de color. No sé ni qué contestar, no es raro, pero el modo de respuestas automáticas y prefabricadas está atrancao, por una pequeña regresión que tuve, a raíz de un cosquilleo que sentía en las piernas, que me hizo acordar del Ron Blanco, el primer gallo de pelea que me había regalado mi tío Carlos. Era un Canagüey, que siempre andaba muy acelerado, y como mareado a la vez. Me acordé de él porque probablemente tenía las piernas en esos momentos igual de coloradas y listas para la carrera.
Hola Alberto, ¿cómo estás nené? -lo saludé extendiéndole la mano y con una sonrisa, esperando la suya, que llegó con la misma cara de rareza y duda.
Tuve la extraña sensación de verme a mí mismo en él, pero sentí que reflejaba igualmente con su mirada, el verse a sí mismo en un futuro, y ojalá no tan irresponsable. Son sólo ideas mías.
Innegablemente tenía cierto parecido a mí mismo a su edad: algo delgado con barriguita de lobitomacho, esa especie de salamanqueja que en forma nos parecemos al nacer y ser alimentados hasta más allá de nuestros límites gástricos, de manera que nuestro cuerpo se asemeja a ese saurio. Igualmente, el cabello castaño y ondulado, la altura, y los tres dientes de leche abajo, en vez de los cuatro que reemplazan a esos mismos tres al mudarse; las cejas delgadas y ojos rasgados, solo que los de él eran azules.
-¿Qué edad me dijiste que tenía Alberto? -pregunté inquieto.
-Te dije que cuatro.
-Sí, sí, sí, sí, ¿pero cuándo es que cumple?
-Dieciséis de marzo ¿Por qué, le vas a regalar algo?
Mientras trataba de calmar mi inquietud e intentar aparentar lo imposible: que no se me pasaba por la cabeza que era hijo mío, comenzaba a desesperarme y sentir que me ahogaba en un vaso de agua, hasta que milésimas de segundos previas a terminar mis cálculos forzados, que intentaban llegar a resultados contingentes, dentro de esa lucha de ideas y sentimientos emergentes, contradictorios y afanados por respuestas instantáneas,
-Ja, ja, no es tuyo -dice la mamá de Alberto sonriendo, como adivinando el desarrollo de mis ecuaciones, paso a paso; creo que era muy evidente mi rostro como hoja de trabajo.
-¿Qué? ¿Qué, qué, te hace pensar que estoy sacando cuentas ah? -respondí balbuceando, como despertando de un largo viaje ácido del que hablaré luego.
-Pues, tú eres quien lo dice, no yo; aquello de las cuentas. Además, estás muy serio y muy ido como para no sospechar que algo más del poco de cosas que te pasas figurando, se te pasa por la cabeza -sentencia con la misma sonrisa indulgente. No tengo más nada que inventar, he perdido ante la naturaleza nuevamente.
-¡Pero si ni se parece a mí! -replico como último intento de evadir aquella inquisición.
-Ajá... -me contesta con aquél rostro de "sí, lo que tú digas..."
No hay tiempo para réplicas ni porqués. El bombardeo constante de información y sensaciones que intentan agudizarte es solo un espejismo con el que te distraes momentáneamente mientras que el Oasis está en otra dirección, o simplemente quédate allí. El asunto es que ese momento, a pesar lo contradictorio que parezca, se escapa de la medida del tiempo, es simplemente espacio; o no sé, probablemente sea algo característico de un momento cualquiera: lo indefinido. Lo estoy diciendo, no?
Regresando un poco a la tierra, y, lo siento, me dejé llevar con las disertaciones de aquella especie de introducción, basada en digresiones propias de quien escribe casi inmediatamente aquello que piensa, como un ejercicio egoista, solo me queda escribir la siguiente anécdota de un extraño sabor.
Y es que resulta, que en estos mismos días que intenté describir a boca de jarro con algo reminiscente, me he encontrado con una experiencia del pasado, digamos, una persona que constituyó toda una experiencia en sí de sensaciones, que demostraba lo poco que hay que pensar en múltiples oportunidades para apasionarse y sentir: sencillamente vivir, vivir como esclavo de nuestros impulsos y deseos... Sin arrepentimientos o tratando de evitarlos al máximo, de acuerdo a tus creencias... Solo por evadir nombrarla, le doy esos calificativos tan emotivos, y, sin dolor ni penas, suceden las cosas dejando a su pasa simple nostalgia del tiempo que no volverá, enmarcando lo único e irrepetible de cada instante.
No sé qué hacer con las digresiones, o si es cosa de simplemente dejarme llevar a hundir teclas.
No me di cuenta de que era ella si no es porque venía detallándola unos treinta metros atrás que se acortaban a medida que caminábamos frente a frente. Y, debo agregar que tenía mis dudas sobre su identidad, hasta que ella lanzó el primer beso en la mejilla de saludo. De lejos parecía la misma, de cerca, no tanto. Cinco años sin verla y una apariencia de cuarentona me hicieron dudar al principio. Imposible negarlo. Los veintiocho, o treinta que tienen parecían haber pasado hace mucho, y con eso, el pequeño de cuatro años que la acompañaba. Motivo instantáneo de miles de reflexiones por segundo, y de ésto que escribo y comparto, también podría ser motivo de tantas digresiones, aunque para muchos que me conocen, no es nada nuevo en mí [comenzar hablando de un tema y distraerme hablando de otro].
Es inevitable dejar de ver al niño, quien me observa con la misma mirada, como escudriñando más allá de lo que era, sino como preguntándose por él mismo -mira, él es Alberto, tiene cuatro años, mi hijo-, quedo impávido, frío, al saber la edad del pequeño, quien tampoco se inmuta por extender la mano a saludarme como se lo pedía la mamá. ¿¡Ajá?!, ¿y a ustedes dos qué les pasa, por qué no dicen algo?-exclama ella, ignorando la cantidad de cosas que me están sobrecalentando la cabeza, a plenos 32 ºC bajo la sombra, en la tarde de éste verano cartagenero, sofocante como siempre; tanto que ya sudo frío y la cara me ha cambiado de color. No sé ni qué contestar, no es raro, pero el modo de respuestas automáticas y prefabricadas está atrancao, por una pequeña regresión que tuve, a raíz de un cosquilleo que sentía en las piernas, que me hizo acordar del Ron Blanco, el primer gallo de pelea que me había regalado mi tío Carlos. Era un Canagüey, que siempre andaba muy acelerado, y como mareado a la vez. Me acordé de él porque probablemente tenía las piernas en esos momentos igual de coloradas y listas para la carrera.
Hola Alberto, ¿cómo estás nené? -lo saludé extendiéndole la mano y con una sonrisa, esperando la suya, que llegó con la misma cara de rareza y duda.
Tuve la extraña sensación de verme a mí mismo en él, pero sentí que reflejaba igualmente con su mirada, el verse a sí mismo en un futuro, y ojalá no tan irresponsable. Son sólo ideas mías.
Innegablemente tenía cierto parecido a mí mismo a su edad: algo delgado con barriguita de lobitomacho, esa especie de salamanqueja que en forma nos parecemos al nacer y ser alimentados hasta más allá de nuestros límites gástricos, de manera que nuestro cuerpo se asemeja a ese saurio. Igualmente, el cabello castaño y ondulado, la altura, y los tres dientes de leche abajo, en vez de los cuatro que reemplazan a esos mismos tres al mudarse; las cejas delgadas y ojos rasgados, solo que los de él eran azules.
-¿Qué edad me dijiste que tenía Alberto? -pregunté inquieto.
-Te dije que cuatro.
-Sí, sí, sí, sí, ¿pero cuándo es que cumple?
-Dieciséis de marzo ¿Por qué, le vas a regalar algo?
Mientras trataba de calmar mi inquietud e intentar aparentar lo imposible: que no se me pasaba por la cabeza que era hijo mío, comenzaba a desesperarme y sentir que me ahogaba en un vaso de agua, hasta que milésimas de segundos previas a terminar mis cálculos forzados, que intentaban llegar a resultados contingentes, dentro de esa lucha de ideas y sentimientos emergentes, contradictorios y afanados por respuestas instantáneas,
-Ja, ja, no es tuyo -dice la mamá de Alberto sonriendo, como adivinando el desarrollo de mis ecuaciones, paso a paso; creo que era muy evidente mi rostro como hoja de trabajo.
-¿Qué? ¿Qué, qué, te hace pensar que estoy sacando cuentas ah? -respondí balbuceando, como despertando de un largo viaje ácido del que hablaré luego.
-Pues, tú eres quien lo dice, no yo; aquello de las cuentas. Además, estás muy serio y muy ido como para no sospechar que algo más del poco de cosas que te pasas figurando, se te pasa por la cabeza -sentencia con la misma sonrisa indulgente. No tengo más nada que inventar, he perdido ante la naturaleza nuevamente.
-¡Pero si ni se parece a mí! -replico como último intento de evadir aquella inquisición.
-Ajá... -me contesta con aquél rostro de "sí, lo que tú digas..."
-Está bien, pero es que, dime ¿acaso no es idéntico a mí, salvo por el color de sus ojos?! O sea, ¡míralo! Y, ¡¿dime si acaso no concuerdan las fechas respecto a la última vez que...
-¡No! ¡No es tuyo, y no es un tema para discutirlo en frente de él! -interrumpiéndome severamente, mientras que las mejillas se le tornaban de un rosa pálido, otrora, rojizas.
-Tienes razón: él no debería escuchar todo ésto -buscando terminar con el tema, mientras el niño no ha dejado de mirarme con la misma curiosidad con la que nos encontramos, ¿en qué estará pensando?
-¿Te lo puedo dejar un momento? Es, mientras busco a mi marido -me preguntó.
-Ehm... Sí, está bien, ¿Estás casada? -balbuceaba mientras intentaba cargar al nene, quién se negó rotundamente a ser levantado.
-Claro. Es el papá de Alberto. Ya vengo -nos dijo mientras dejaba de mirarnos y volteaba al frente en dirección a la bahía.
Al niño no parece importarle quedarse conmigo, a menos que intente cargarlo. Tampoco parece importarle dejar ir a la mamá sin él. Sigue mirándome, me inquieta esa mirada profunda de ojos azules oscuros.
-Ah, ¿conque quieres jugar a las miradas? -le dije en tono juguetón, pero no le saco ni una sonrisa. Y bueno, ¿crees que durarás más que yo? -volví a repetirle en el mismo tono. Este niño es una estatua, pero la curiosidad que me inquieta por analizarlo con detenimiento en búsqueda de cualquier parentesco conmigo terminará por matarme si no comienzo a "curucutearlo". Por lo que comienzo agarrándole una mano que él mismo comienza a analizarse, luego el cabello, que es ligeramente ondulado, pero mil veces más claro y delgado. Fue entonces cuando hubo otra reacción, el niño comenzó a enredarme el mío, y ¡al fin sonrió! Como que le daba cosquillas mi pelo de puercoespín, tostado por el sol, la sal del mar y el salitre de los pozos donde no hay acueducto. Me alegró mucho ver que ya reía a carcajadas.
-Ah, ¿conque te dan cosquillas, bebé? -le decía al tiempo que él ya debía tener algún puñado de pelo desprendido de mi cabeza en sus garritas. Y bueno, no hay calvicie en la familia, pero de alguna manera perdería alguna que otra hebra.
-Sí -respondió entre carcajadas.
-Ah, y ¿es que también sabes hablar, o sólo puros sonidos al azar?
-Sí -me pareció entenderle.
-Tomaré eso como un "estoy muy ocupado riéndome, pero sí sé hablar".
-Sí -me contestó entre más carcajadas.
Bien, tomé al Sr. Sí, de la manito y lo llevé a seis pasos míos y veinticuatro suyos, donde estaba un murito donde nos sentamos.
-Niño, ¿sabes qué es eso, no? -le pregunté señalando a la bahía. Pero regresó a su estado anterior: a observarme callado con el mismo rostro de curiosidad y sorpresa con el que me había "recibido", por llamar de algún modo al instante del accidental encuentro.
Encuentro que ha llegado a su culminación al tocarme la espalda, la mamá de Alberto. Al voltear, la veo en compañía de un tipo alto, casi de mi estatura, delgado, de naríz fileña, pelo rubio y liso, ojos azules claro, y muy blanco.
Definitivamente, no soy papá.
La mamá me sonríe cortésmente como el papá lo hace, mientras me levanto del bordillo que separa a la bahía del paseo peatonal. El niño sigue sentado. Ni se inmuta y me sigue viendo como en un principio. Todavía no entenderá que la curiosidad mató al gato.
El papá, quien se ve de algunos treinta y cuatro, me saluda, le doy la mano, pero escucho su saludo en un acento foráneo. Es italiano -dice la mamá de Alberto, mientras lo levanta del murito. Sí, soy italiano. Nos vemos. Un placer. Encantado -agrega rápidamente, mientras sigue la dirección que llevaba Alberto y su madre, antes de encontrarnos.
-Te dejo, debemos...
-Sí, yo también tengo que irme -la interrumpí rápidamente, antes de ver el reloj.
-Tenemos que vernos y hablar un rato, ponernos al día de todo. Puedes visitarme cuando quieras. Te invito a comer. Pero debes avisarme con tiempo para estar pendiente.
-Está bien. Gracias. Nos vemos -fue mi despedida, mientras el niño, en brazos de la mamá, no dejaba de mirarme, ni siquiera al alejarse.
Comenzó a llorar.
Sentí algo raro.
EL VIAJE
Sentí un nosequé, que, luego de menos quinientos metros, me hizo sentar en una de las macetas del paseo peatonal. Sentí mareo. Me levanté. Respiré hondo, di dos pasos con vista la bahía, me senté en la grama y me recosté en la maceta donde estaba sentado segundos atrás. Estiré las piernas y tuve la sensación de ahogarme. No había respirado. El sol daba a mis espaldas, pero la sombra de los pocos árboles que quedan en esta ciudad me protegían, pero no del calor sofocante. Dejé los ojos entrecerrados y comencé a relajarme. De un momento a otro sentí frío. Ni yo lo podía creer ¿Frío al lado de la bahía, con todo el agua salada del mundo evaporándose y yo siendo uno de sus canales? No tenía sentido alguno. No había almorzado ni desayunado por andar distraído en la mañana haciendo no recuerdo qué cosa. Y se suponía que iba a almorzar con una amiga.
Todo lo había olvidado. No dejaba de pensar en el niño. Me negaba a creer que ese encuentro se había dado en realidad ¿Era en verdad papá? Me hice a la idea que lo era. Esa carga y todo lo que traía consigo no me dejaba levantar sin primero resolverla. Con dicha carga, llegaron a mi mente una cantidad de incógnitas, que nombrarlas aquí, harían este texto infinito, que ya de por sí llevo desde enero tratando de terminar la digestión escribiendo al respecto. Pero, ¿en realidad estaría preparado para ser padre? He oído miles veces que nadie está preparado para serlo, que nadie nace con un manual de instrucciones, que a nadie se le enseña educar a otro ser humano; entre otras cosas.
Pero, ¿yo? ¡Si soy una de las personas más irresponsables, tranquilas y despreocupadas del mundo! ¡Sin contar que a duras penas subsisto! ¿Qué le voy a enseñar? Definitivamente, no estoy preparado; pero se trata de un asunto ineludible. Le podría enseñar cosas útiles, supongo, como comer pescado burlando a la muerte de la venganza post-mórtem del pez, mediante uno de sus restos, a saber, alguna espina en la garganta, o bueno, no sé en realidad. Sólo trato de hacerme reír.
Me regresé cuando ya no había sol.
Esa noche soñé con un tigre flaco que jadeaba, mientras caminaba muy lento entre la maleza. Era espesa y algunas hierbas tenían flores de colores púrpura, lila, morado, fucsia, rojas y naranjas. Todo era muy borroso, hasta que llegó a tomar agua en charco que estaba a la sombra de un árbol. No demoró mucho, y siguió haciendo lo que estaba haciendo: caminar solo y sin aparente sentido.
Y si de sueños se trata, por aquellos días los había tenido de los menos comunes.
Una vez me dijeron que copiara cada mañana, al levantarme, aquello con lo que soñara la noche anterior. Empecé a los nueve años, pero todas las noches no soñaba, ni tampoco era una noche de un solo sueño. A los nueve, y en los noventas existían cosas más entretenidas que escribir dos o tres renglones (quién sabe si más) sobre lo que habías soñado, por lo que abandoné el proyecto en menos de una semana. Sólo accidentalmente encontré un dibujo donde aparezco nadando en compañía de un pulpo y algo que parecen ser tiburones enrazados con delfines. Aparecen unas especies de naves con unos tripulantes, que por sus rostros sin expresión, no parecen ser ni buenos ni malos, salvo uno de ellos que tiene algo como un arma y se tira al agua. Era como que más entretenido dibujarlos que describirlos, ya que abajo del dibujo aparece con mi letra: "esto fue lo que soñé. Respiraba debajo del agua no sé cómo". Luego encontré otra hoja que no tenía ningunos mamarrachos, sino que decía: "hoy tuve varios sueños, el sol me estaba hablando de que hoy iba a hacer calor, y yo le decía que por qué, que por qué no llovía para bañarme en el aguacero. Después soñé conque manejaba el carro de mi tío Carlos y me iba a la finca con la bicicleta. Yo solo, como siempre y como me gusta, sin que me estén diciendo que es peligroso o algo así".
Haría una publicación en este blog sobre la cantidad de material respecto a lo que he encontrado de aquellos días. Pero de momento, sólo quiero decir hace más de una década tengo sueños extraños, como todas las personas, solo que los de enero de este año, realmente me quitaban la tranquilidad en medio de la noche: un mico de grandes ojos que sangra por el cuello mientras chilla desesperadamente, como si estuviera amarrado; el chillido ensordece, pero luego el desarrollo del sueño mengua, a tal punto que transcurre tan lento que en el chillido puedo escucharlo decir: "nada evitará que me salves", después miro a todos lados, buscando la causa de su herida, y al regresar con la mirada, para preguntarle, no encuentro sino un pequeño charco de sangre, que no tiene rastro alguno. Me despierto.
Muchas noches he soñado con aquél tigre flaco, que a veces jadea mientras descansa al lado de estanques o charcos de aguas calmadas azulturquesa con diferentes yerbas anfibias en ocasiones. En otras oportunidades, no jadea, simplemente se queda mirando algo estáticamente. La última vez que soñé con él, yo trataba de perseguirlo, pero obviamente estaba fuera de mi entorno y hacía mucho ruido, y, en un claro, detrás de una maleza como de dos metros y medio de altura, estaba él, esperándome, sin jadear, mirándome fijamente, hasta que escuché una voz que me dijo: "el camino del tigre es largo y solitario". Busqué la voz con la mirada, pero no podía concentrarme en hacerlo, el tigre podía matarme si quería y me descuidaba, acéptalo-, fue lo último que llegué a escuchar. Antes de cuestionar lo que decía la voz, me levanté.
Rarísimo.
Seguí soñando con caminatas solitarias a través de claros y selvas, a veces frías, a veces calurosas, pero siempre agradables. Sigo tratando de encontrar al tigre. Sólo he llegado a ver perros, coyotes y algunos perros flacos que parecen dingos, por las imágenes, con los hocicos llenos de sangre, quienes me sonríen y parecen hablarme. Trato de encontrar al tigre nuevamente, pero no lo veo en estos sueños. Por el momento, disfruto de las caminatas. No sé si vuelva a soñar con él.
Definitivamente, no soy papá.
La mamá me sonríe cortésmente como el papá lo hace, mientras me levanto del bordillo que separa a la bahía del paseo peatonal. El niño sigue sentado. Ni se inmuta y me sigue viendo como en un principio. Todavía no entenderá que la curiosidad mató al gato.
El papá, quien se ve de algunos treinta y cuatro, me saluda, le doy la mano, pero escucho su saludo en un acento foráneo. Es italiano -dice la mamá de Alberto, mientras lo levanta del murito. Sí, soy italiano. Nos vemos. Un placer. Encantado -agrega rápidamente, mientras sigue la dirección que llevaba Alberto y su madre, antes de encontrarnos.
-Te dejo, debemos...
-Sí, yo también tengo que irme -la interrumpí rápidamente, antes de ver el reloj.
-Tenemos que vernos y hablar un rato, ponernos al día de todo. Puedes visitarme cuando quieras. Te invito a comer. Pero debes avisarme con tiempo para estar pendiente.
-Está bien. Gracias. Nos vemos -fue mi despedida, mientras el niño, en brazos de la mamá, no dejaba de mirarme, ni siquiera al alejarse.
Comenzó a llorar.
Sentí algo raro.
EL VIAJE
Sentí un nosequé, que, luego de menos quinientos metros, me hizo sentar en una de las macetas del paseo peatonal. Sentí mareo. Me levanté. Respiré hondo, di dos pasos con vista la bahía, me senté en la grama y me recosté en la maceta donde estaba sentado segundos atrás. Estiré las piernas y tuve la sensación de ahogarme. No había respirado. El sol daba a mis espaldas, pero la sombra de los pocos árboles que quedan en esta ciudad me protegían, pero no del calor sofocante. Dejé los ojos entrecerrados y comencé a relajarme. De un momento a otro sentí frío. Ni yo lo podía creer ¿Frío al lado de la bahía, con todo el agua salada del mundo evaporándose y yo siendo uno de sus canales? No tenía sentido alguno. No había almorzado ni desayunado por andar distraído en la mañana haciendo no recuerdo qué cosa. Y se suponía que iba a almorzar con una amiga.
Todo lo había olvidado. No dejaba de pensar en el niño. Me negaba a creer que ese encuentro se había dado en realidad ¿Era en verdad papá? Me hice a la idea que lo era. Esa carga y todo lo que traía consigo no me dejaba levantar sin primero resolverla. Con dicha carga, llegaron a mi mente una cantidad de incógnitas, que nombrarlas aquí, harían este texto infinito, que ya de por sí llevo desde enero tratando de terminar la digestión escribiendo al respecto. Pero, ¿en realidad estaría preparado para ser padre? He oído miles veces que nadie está preparado para serlo, que nadie nace con un manual de instrucciones, que a nadie se le enseña educar a otro ser humano; entre otras cosas.
Pero, ¿yo? ¡Si soy una de las personas más irresponsables, tranquilas y despreocupadas del mundo! ¡Sin contar que a duras penas subsisto! ¿Qué le voy a enseñar? Definitivamente, no estoy preparado; pero se trata de un asunto ineludible. Le podría enseñar cosas útiles, supongo, como comer pescado burlando a la muerte de la venganza post-mórtem del pez, mediante uno de sus restos, a saber, alguna espina en la garganta, o bueno, no sé en realidad. Sólo trato de hacerme reír.
Me regresé cuando ya no había sol.
Esa noche soñé con un tigre flaco que jadeaba, mientras caminaba muy lento entre la maleza. Era espesa y algunas hierbas tenían flores de colores púrpura, lila, morado, fucsia, rojas y naranjas. Todo era muy borroso, hasta que llegó a tomar agua en charco que estaba a la sombra de un árbol. No demoró mucho, y siguió haciendo lo que estaba haciendo: caminar solo y sin aparente sentido.
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Y si de sueños se trata, por aquellos días los había tenido de los menos comunes.
Una vez me dijeron que copiara cada mañana, al levantarme, aquello con lo que soñara la noche anterior. Empecé a los nueve años, pero todas las noches no soñaba, ni tampoco era una noche de un solo sueño. A los nueve, y en los noventas existían cosas más entretenidas que escribir dos o tres renglones (quién sabe si más) sobre lo que habías soñado, por lo que abandoné el proyecto en menos de una semana. Sólo accidentalmente encontré un dibujo donde aparezco nadando en compañía de un pulpo y algo que parecen ser tiburones enrazados con delfines. Aparecen unas especies de naves con unos tripulantes, que por sus rostros sin expresión, no parecen ser ni buenos ni malos, salvo uno de ellos que tiene algo como un arma y se tira al agua. Era como que más entretenido dibujarlos que describirlos, ya que abajo del dibujo aparece con mi letra: "esto fue lo que soñé. Respiraba debajo del agua no sé cómo". Luego encontré otra hoja que no tenía ningunos mamarrachos, sino que decía: "hoy tuve varios sueños, el sol me estaba hablando de que hoy iba a hacer calor, y yo le decía que por qué, que por qué no llovía para bañarme en el aguacero. Después soñé conque manejaba el carro de mi tío Carlos y me iba a la finca con la bicicleta. Yo solo, como siempre y como me gusta, sin que me estén diciendo que es peligroso o algo así".
Haría una publicación en este blog sobre la cantidad de material respecto a lo que he encontrado de aquellos días. Pero de momento, sólo quiero decir hace más de una década tengo sueños extraños, como todas las personas, solo que los de enero de este año, realmente me quitaban la tranquilidad en medio de la noche: un mico de grandes ojos que sangra por el cuello mientras chilla desesperadamente, como si estuviera amarrado; el chillido ensordece, pero luego el desarrollo del sueño mengua, a tal punto que transcurre tan lento que en el chillido puedo escucharlo decir: "nada evitará que me salves", después miro a todos lados, buscando la causa de su herida, y al regresar con la mirada, para preguntarle, no encuentro sino un pequeño charco de sangre, que no tiene rastro alguno. Me despierto.
Muchas noches he soñado con aquél tigre flaco, que a veces jadea mientras descansa al lado de estanques o charcos de aguas calmadas azulturquesa con diferentes yerbas anfibias en ocasiones. En otras oportunidades, no jadea, simplemente se queda mirando algo estáticamente. La última vez que soñé con él, yo trataba de perseguirlo, pero obviamente estaba fuera de mi entorno y hacía mucho ruido, y, en un claro, detrás de una maleza como de dos metros y medio de altura, estaba él, esperándome, sin jadear, mirándome fijamente, hasta que escuché una voz que me dijo: "el camino del tigre es largo y solitario". Busqué la voz con la mirada, pero no podía concentrarme en hacerlo, el tigre podía matarme si quería y me descuidaba, acéptalo-, fue lo último que llegué a escuchar. Antes de cuestionar lo que decía la voz, me levanté.
Rarísimo.
Seguí soñando con caminatas solitarias a través de claros y selvas, a veces frías, a veces calurosas, pero siempre agradables. Sigo tratando de encontrar al tigre. Sólo he llegado a ver perros, coyotes y algunos perros flacos que parecen dingos, por las imágenes, con los hocicos llenos de sangre, quienes me sonríen y parecen hablarme. Trato de encontrar al tigre nuevamente, pero no lo veo en estos sueños. Por el momento, disfruto de las caminatas. No sé si vuelva a soñar con él.
***
Casualmente, hoy me he enterado -casi dos meses después del encuentro-, que es probable que uno de mis amigos más cercanos, sea papá. Lleva dos noches sin dormir negando su realidad. Seguramente, no es fácil, pero aunque no he hablado mucho con él, sé cómo es esa angustia. Lo peor es que lo felicitan, ¿por qué?, ¿es en serio?, ¿alguien tiene el descaro de preguntar por qué es algo irónico que lo felicite? Es, como tan surreal, como los sueños en donde los colores, figuras, objetos, animales, etc., se confunden por su misma fusión, tratando de separarse y formando otras figuras ¿han tenido sueños así? A veces amaneces con ganas de vomitar con ese viaje.
Sigo sin entender por qué debe ser felicitado. Sólo somos una partida de irresponsables que día a día nos preguntamos quiénes somos. Que antes de dormir nos evaluamos muchas noches por nuestros actos, a veces sí, a veces no, justamente cuando nos creemos en momentos de lucidez mental justo antes que recordemos que el sol ya nos puya los ojos con sus rayos, no sin antes, tener aquél sueño en donde sentimos que nos caemos.
Sigo sin entender por qué debe ser felicitado. Sólo somos una partida de irresponsables que día a día nos preguntamos quiénes somos. Que antes de dormir nos evaluamos muchas noches por nuestros actos, a veces sí, a veces no, justamente cuando nos creemos en momentos de lucidez mental justo antes que recordemos que el sol ya nos puya los ojos con sus rayos, no sin antes, tener aquél sueño en donde sentimos que nos caemos.