sábado, 6 de agosto de 2011

A mi amigo Alberto

En realidad, no se llama así "Alberto" a secas. Es Luís Alberto. De hecho, no recuerdo con exactitud sus apellidos completos; Dominguez es el primero, no recuerdo el segundo. Mi ingratitud llega hasta esos niveles: de no conocer siquiera lo mínimo de la otra persona. Y bueno, Alberto y yo nos conocimos hace cerca de catorce años. No sé exactamente hace cuántos, pero de venir de la infancia, es uno de las amistades que más he mantenido. Lo quiero mucho, y creo que nunca lo he valorado lo suficiente. Estoy seguro que si se pusiera a leer ésto, pensaría que soy un marica empalagoso, pero bueno, cuando lo vea, se lo mostraré.

Alberto es uno de mis amigos más fieles, y que siempre ha estado allí para cuando lo he necesitado. Todo lo contrario a mí: no es sino llamarlo para que él organice sus cosas y aparezca. Nunca llama. Siempre somos nosotros quiénes lo requerimos. Siempre está ahí. A diferencia mía, que, de un momento a otro, la gente pierde conocimiento de mi existencia.

Alberto es algo raro, pero no niego lo difícil que sea "ser normal", porque incluso yo soy uno de los más considerados "raro", y no voy a ahondar en eso ahora. Alberto es raro por sus teorías y su forma de actuar: aquél día tuvimos una discusión sobre la existencia del dichoso "Pedrito dice"; intenté explicarle por todos los medios que se trataba de una broma, en donde la misma persona escribía las preguntas y las respuestas, que yo tuve el bendito juego, que es más viejo que el Internet mismo, y él que no, que no era un juego, que era algún virus, que era algún programa maldito, que el espíritu de un niño se había transmutado en el computador para comunicarse con nosotros, que jugaba con el inconsciente, etc. No intenté convencerlo sobre ello y no sé por qué me acordé de Los Simpsons, cuando Homero afirma la imposibilidad de ser la misma persona Bruno Díaz y Batman, ya que casualmente, el correo electrónico de Alberto dice Homero por algún lado, si mal no recuerdo. Del mismo modo sale él haciendo sonidos y gestos extraños, como si se encontrara en una guerra, pero no, está jugando a Dragon Ball. Tal como lo hacíamos a los 12.

Entró primero a la Armada, como Infante Bachiller, a prestar el servicio militar, por los dos años que legalmente son requeridos. Allí, estuvo en Malambo, Barranquilla y otros municipios que no recuerdo, en el departamento del Atlántico. Cumplía como operador radial. De allá, ocasionalmente me llamaba y me contaba que tenía mucho tiempo libre y me preguntaba igualmente por los demás. Me contaba lo solo que andaba en esas tierras y lo que le hacía falta su casa, y, sobre la idea de seguir la carrera militar, ya fuera en el Ejército o en la Infantería de Marina.

Un día regresó Alberto con su libreta militar de primera clase, realizando todas las diligencias para entrar al Ejército como soldado profesional. Y así fue. Al cabo de un tiempo, estaba recorriendo las selvas, bosques y montañas del país, en distintos departamentos. En la Sierra Nevada de Santa Marta, estuvo un tiempo, donde me contaba sobre el frío que pasaban en la preparación y lo duro de los entrenamientos; la eliminación de cultivos ilícitos, donde se producía de las mejores cocas del mundo, y que, al mascarla, como veía a los mamo kogui, no sólo dormía toda la cavidad bucal en una refrescante sensación, sino que te animaba a seguir arrancando matas, activado por una fuerza mística, electrizante. No había necesidad de aspirarla. Se sentía en el ambiente, entraba por la piel y por todo aquello que separara tu interior del exterior volviéndote uno con la planta. A las tribus aborígenes no se las quitaban, sino a los migrantes de las montañas que buscaban zonas solitarias, donde el Estado no existía, para enrriquecerse; estaba era el Estado de los hermanos mayores tayronas, a quien también le quitaban de a poco su tierra. Me hubiera gustado ver ese paisaje por sus relatos; había café, yuca, maíz, fríjol, marihuana, plátano, coca. La Sierra es un sistema ecológico y social muy complejo. En donde conviven los colonos, el ejército, las misiones religiosas, los paramilitares y la guerrilla; teniendo como mayores perjudicados a las tribus y pueblos que quedan allí. Alberto allí no estuvo por mucho. Me hablaba de la misma manera de los animales que allí se veían, que el oso de anteojos, que el puma, el jaguar; son intocables por ley, cuenta. Y creo que por respeto, le agregué.

En el Caquetá, en la Serranía de la Macarena fue donde estuvo por mayor tiempo. Los desembarques en helicópteros, recibir provisiones de los C-130, caminar entre 5 y 30 Kms al día era cosa regular. Las caminatas y las pernoctadas dependían de las condiciones climáticas y del terreno. Todas iniciaban temprano en la mañana, con un cocinero encargado del desayuno donde el sol no penetraba siquiera por los árboles que luchaban entre ellos por asomarse a recibirlo. Cuando hacían los caminos con machetes ligeramente más pequeños que los corrientes, y transitar, tenían que ser más rápidos que la naturaleza: ella, literalmente, retomaba su lugar frente a sus ojos. Las noches podían ser muy frías, llegando hasta los 0º, también calientes y húmedas, a 30 ºC. Me comentaba la alegría que le causaba encontrar un claro, sentir la frescura de la brisa que dejaban circular los árboles y el sol que se asomaba por entre las nubes. Luego de estar metido por días en las sombras del monte, a merced de cualquier enfermedad, donde la leishmaniasis, el dengue, la malaria y la fiebre amarilla reinan: dejarse picar de algún mosquito, tocar algún gusano, rana o cualquier otra alimaña podría atrasar la misión, y no sólo eso, sino hacerte perder la vida en un instante, ya que son selvas donde constamente se descubren especies de insectos y reptiles. Y, no todo lo que brilla es oro, relata, porque era en los claros donde había que cuidarse más de la guerrilla, cuya actitud siempre estaba orientada a las emboscadas, y al ataque y huída, puesto que le tocó comprobar lo que era estar en un combate real cuando el ruído de las balas y las ráfagas de ametralladoras los sorprendieron para aplicar lo aprendido. No fue lo único a lo que tuvo que enfrentarse, sino también al socorro de un cabo, quien recibió tres disparos en la espalda, y su traslado al campamento provisional. Aunque fueron pocos los combates, con ninguna baja, muchos los laboratorios destruídos y algunos pares de caletas con armas encontradas, Alberto, poco a poco se cansaba; juntando una suma de dinero de la que no podía hacer uso en el monte, caminando por las selvas y bosques de la Macarena, caminando por las selvas del Chocó, donde llueve casi todos los días, y el océano Pacífico se junta con los mangles y el resto no es sino selva y selva, la mosquitera es grande, y ni él mismo se explica cómo fue que llegó de escolta diplomático a Ciudad de Panamá, e hizo trasbordo hasta Coveñas en la isla de San Andrés, deseando conocer más por el tiempo, el trabajo hacía que fueran como gitanos, y sin notarlo, había estado en medio país, recorriéndolo a pie, viendo animales como un jaguar, en su versión mutada: una pantera, a escasos metros del batallón, que no sabía sino caminar y estar alerta a todo, se trata del dominio de la paranoia, de la que no se dejó contagiar, y a principios de éste año, Alberto, mi amigo, pidió la baja en el ejército, después de tres años al servicio de una causa infinita.

Alberto simplemente se aburrió de esa vida, de esos contrastes y ese maltrato humano, y regresó con nosotros, aunque no se arrepiente de nada: "con la maricada conocí bastante, y la cantidad de lugares por los que estuve...". Y menos mal que nos regresó sano y salvo, sin conocer los horrores a los que ha podido acceder con la maricada, o por lo menos con su conciencia tranquila, supongo. Cada semana, o cada mes que nos vemos le pregunto si no piensa volver y siempre me da una respuesta distinta, explicándome el motivo de su baja: que mucha vida hijueputa, que aburre estar viendo las mismas caras, que las peleas, que la zozobra de cualquier ataque, que el frío, que el calor. Simplemente, no era lo suyo, y, sea lo que sea, es respetable.

Alberto nunca me ha quedado mal, y probablemente sea por eso que contradictoriamente nunca se lo haya reconocido. Porque hace las cosas, como deben ser. Siempre ha sido mi alcahueta sin cuestionamiento alguno se presta para todo, aunque a veces se oponga. Es mi tipo de amigo ideal, creo. Desde que me iba para su casa a cocinar pudín de chocolate y cubanitos, a los 14 años, y él llegaba a la mía para que lo ayudase con ciertas tareas en Excel, siempre ha estado allí. También cuando en vez de ir para el colegio, me iba para su casa, volándome por la ventana de su cuarto y lo convencía para que no fuera a clases en la tarde, ya que su jornada era así; o cuando nos apropiamos de una casa que encontramos abandonada en el 2002, cortando el monte y denominándola Angelo's Paradise, nombre que se mantendría, y lugar donde ocurriría cualquier especie de acción viciosa; o en una encrucijada faldera, donde me escuchó descargar mis frustaciones por cerca de dos horas; igual cuando él se metió con una mujer casada y que hoy día está embarazada, al parecer de su esposo (¿o Alberto?); también cuando lo convidé a trotar cerca de 10 kms, y le contaba sobre mis aspiraciones de subir diariamente los 300 mts sobre el nivel del mar en donde se encuentra Turbaco, para entrenar con él en algún gimnasio y él escuchaba mis aspiraciones con esa paciencia de "me gustaría ver que lo hicieras". Tal vez lo haga, beuno, algún día. Y ahora, reciente, en donde le dije que lo apreciaba por todo y que era uno de mis amigos más fieles, en un lote, donde lo convidé, sin remuneración alguna, a que me ayudara simplemente a nivelar un terreno, con lo que implica ello, es decir, tumbar un par de árboles con hacha y machete; él responde "menos mal que no estás borracho, maricón". Quién sabe qué habrá querido decir con eso.

Estoy seguro que él me estima bastante, igual, y es fiel, de manera incondicional. Él conoce bastante gente, pero como yo, no es de muchos amigos. Una parte de él, sabe que puede contar conmigo también, a pesar de lo ingrato que soy, y que, a pesar de lo mucho que me gusta mamar gallo, molestar, no ha funcionado en mi concepción, llamarlo por alguno de sus 10 mil sobrenombres. No encuentro aún las palabras de agradecimiento. Aunque, raro, sí es.